sábado, 7 de febrero de 2009

La caldera

La decisión estaba tomada. Desde que había escuchado que mi abuelo trabajaba en La Caldera me preocupé. Había oído historias de estallidos, de quemados y de muertos, así que decidí ver de cerca al monstruo y como era que mi abuelo lo dominaba.
Durante un almuerzo, frente a un plato de borsch humeante
, y aprovechando que el vapor de la sopa ocultaba mi cara, me atreví a preguntar sin permiso:
-¿Baba, es verdad que el Babo maneja La Caldera?- y de inmediato sentí un enorme calor en el rostro, que supongo se habrá puesto del mismo color que la sopa. Con la cabeza casi metida en el plato esperé la segura reprimenda, hasta que la dulce voz de mi abuela dijo:
-Sí chiquin, ¿porque pregunta?
-!Oiga usted! - tronó la voz del Babo, mientras yo trataba de disolverme y desaparecer dentro de la crema de remolachas.
-¿Que le enseñan en esa escoila? ¿No aprendió que no puede meterse en la charla de los mayores? !Levante la cabeza!
Yo iba a decirle que nadie había hablado pero la mirada de sus ojos grises me dejó petrificado. Señalándome con la cuchara me intimó:
-!Ultima vez que habla sin permiso, las cosas de trabajo no son para chicos!
Mi abuela no dijo nada y el reto terminó allí, pero se confirmaron mis sospechas sobre lo peligroso del trabajo de mi abuelo. La historia de que una vez La Caldera voló por los aires, yendo a caer cerca del cine y matando a varios, era cada vez más cierta, así como el relato de que el ruido que hacía estando a su lado te dejaba sordo y el calor que salía desde sus entrañas hacia la refinería podía derretir en un instante a una persona.
Pero lo mejor de todo, lo maravilloso, era que mi abuelo la manejaba. Controlaba a su antojo a ese monstruo metálico (bueno suponía que era de metal porque nunca había visto ninguna), sin importarle el ruido, ni el calor, ni el peligro. !Debía verlos juntos de cualquier manera!
Desde ese día, disimuladamente, me puse a observar su rutina diaria.
Llegaba siempre al mediodía para almorzar, así que un rato antes, comencé a merodear cerca de la puerta trasera de la casa, para ver desde donde venía. Poco a poco fui ampliando el radio de acción hasta que, después de mucho tiempo de observación, descubrí el enorme galpón donde trabajaba. Las altísimas paredes de chapa no permitían ver nada desde afuera, por lo que la única solución sería entrar, ignorando el cartel pintado con letras rojas que decía: !Peligro! Prohibido el acceso a toda persona no autorizada.
Decidí que tenía que seguirlo a la madrugada, porque después habría gente trabajando frente al lugar. El problema era como despertarme a la hora en que se iba.
Le pregunté a mi abuela, que me respondía siempre que el Babo no estuviera presente, como hacía el abuelo para levantarse tan temprano y me contestó que
lo despertaba el canto del gallo de las cinco de la mañana.
!Las cinco de la mañana! No acordaba de haberme levantado nunca a esa hora, ni siquiera cuando nació mi hermana en lo de la partera. No me quedó más remedio que acostarme temprano y pensar como despertarme tan temprano.
Poco a poco fui logrando escuchar el canto del gallo y aunque me dormía enseguida, logré con gran esfuerzo abrir los ojos. El primer día casi me muero del susto. !Mi abuelo me miraba desde la puerta del dormitorio, vestido con sus calzoncillos largos! !Parecía un fantasma! Me quedé duro tratando de que no notara que estaba despierto. Se acercó a la cama y me acomodó la frazada para que me cubriera hasta el cuello.
Descubría que hacía lo mismo todos los días al levantarse y luego se metía en el baño. Esperé unos días y cuando tomé coraje me levanté al escuchar el ruido del agua del lavatorio. !Otro susto! La abuela en camisón le preparaba la leche y luego volvía a acostarse antes de que él terminara de afeitarse.
Luego de minuciosos cálculos y mirando el gran reloj de la mesa de luz (que nunca sonaba porque se despertaba siempre antes) deduje que se levantaba a las cinco y se iba a las seis menos cuarto. Tenía cuarenta y cinco minutos para preparar todo.
La noche anterior al día señalado dejé listo. Metí la campera, la bufanda y el pasamontañas debajo de la cama y luego me dormí.
Cuando cantó el gallo abrí los ojos sin moverme. Lo oí entrar en el baño después de haber pasado junto a mi cama, y me vestí rápidamente.Puse las almohadas bajo las sábanas para hacer bulto, como había visto una vez en el cine y y salí por el comedor.
Me dio un poco de miedo porque era de noche aún. Corrí en la oscuridad hasta llegar frente al portón y esconderme dentro de unos enormes caños de chapa apilados cerca del mismo. !Nunca me imaginé que pudiera hacer tanto frío! Tiritando y tratando de no congelarme esperé, mientras lentamente amanecía y el cielo se iba poniendo anaranjado oscuro como un níspero.
cuando lo vi, el frío se me pasó de golpe. Era imponente el viejo. Con su mameluco azul y su gorra gris inconfundible, caminaba erguido y rápido, como el que está contento y orgulloso de su trabajo. Miró hacia los costados antes de abrir el enorme candado, como si presintiera que lo estaban espiando.
Salí del escondrijo, corrí hacia el portón y cuando quise abrirlo el mundo se me vino abajo: !estaba cerrado desde adentro! rumiando bronca comencé a caminar alrededor del galpón hasta que vi, en uno de sus costados, una ventanita con un vidrio roto, pero que estaba muy alta para mi estatura. Calculé que si daba un buen salto, me colgaría del caño que pasaba por debajo de ella y, encaramándome en él podría espiar sin ser visto.
estaba dudando cuando algo me decidió. Escuché algo parecido al resoplido de un caballo, pero mucho más fuerte y luego una especie de gemido metálico. Un chorro de vapor salió por la chimenea. !Mi abuelo estaba despertando al monstruo!
Tomé carrera, salté y me colgué del caño con las dos manos. La primera sensación fue de frío, pero mientras me balanceaba para treparme, sentí como mis palmas se derretían por la acción del hirviente calor que pasaba por la cañería. Me solté cayendo al piso, mientras un aullido animal escapaba de mi boca.
Corrí hacia la casa llorando a los gritos, mientras las ardientes palmas, como si alguien soplara desde el interior de mi cuerpo, se inflaban en ampollas lechosas.
Recuerdo estar varios días acostado con los brazos abiertos, en la enorme cama con cabeceras de bronce, y a mi abuela corriendo de una mano a la otra aplicando clara de huevo y soplando con su boca para calmar un poco el ardor insoportable.
También a mi abuelo, observando compungido y discutiendo en ukraniano con ella.
Luego de muchos días de dolor y llanto, las ampollas se achicaron hasta desaparecer y el ardor cesó. La Baba me revisó bien las manos y sonrió satisfecha al ver que no quedaba ninguna marca. Parado frente a la cama, mi abuelo me miraba serio. Supuse que la reprimenda iba a ser terrible, pero me dijo: !Vístase y venga!
Salimos juntos por la puerta de adelante, que casi nunca usaba, y me tomó de la mano por primera vez, ante la mirada sorprendida de los vecinos, rumbo a su lugar de trabajo.
El encargado de la tarde abrió sin decir una palabra y vi de cerca el enorme aparato metálico resoplando sin parar y emitiendo un ruido ensordecedor. Era como una locomotora sin ruedas y la tapa abierta mostraba su interior en llamas, causante de mis heridas, como burlándose.
La ventanita había sido reparada.
A los pocos días mi abuelo pidió el pase a otra sección. Nunca más hablé con él de ese tema.

Durante todo el trayecto en que ayudé a cargar el féretro que contenía el cuerpo de mi abuelo, sentí en las manos la misma sensación ardiente como cuando me colgué del caño. Al soltarlo noté en las palmas una ampolla lechos, que solo se curó con clara de huevo y los soplidos de la abuela